lunes, marzo 05, 2007

cuadernos y misales (segunda parte)

No sé cuánto tiempo nos quedamos allí, enceguecidos por el sol que golpeba nuestras caras con la misma intensidad conque convertía el plano metálico de la mesa en un reflector incandescente. A pesar de lo difícil que parecía resultarle esta labor, mi amigo estaba empeñado en sopesar cuán derechista era el diario ABC. Yo lo había comprado por segunda vez en mi vida porque venía acompañado de una espléndida versión del Rigoleto verdiano -grabación de Deutsche Grammophon, con Carlo Bergonzi, Dietrich Fischer-Dieskau y Renata Scotto- por la módica suma de un (1) euro. La primera vez, tres años antes, quería saber cómo habían publicado dos dibujos míos en un suplemento a color ya desaparecido.
La cuestión es que entre deslumbramientos solares, cafés do Brasil y diestros alfabetizados, los minutos pasaron hasta convertirse en una hora hecha y derecha. Cada tanto yo giraba la cabeza para cerciorarme de que la escritora seguía allí, afanada en su labor de letras. No me decepcionaba, no: veía su brazo moverse con ligereza, ajeno a la pesadez de aquella cara ensombrecida desde adentro. El resto del cuerpo simulaba no existir. Envuelto en abrigos y echarpes, descansaba sobre la silla, mientras el cuello largo y tieso y la testa pequeña de negra melena descuidada, se asomaban al espejado plano de la mesa, casi cubierto por el cuaderno de tapas amarillas y espiral metálica, la taza de café con leche ya vacía y una pila de tres o cuatro libros de distinto tamaño. En un momento dado me entretuve unos minutos con un llamado teléfonico. Cuando finalmente pude colgar y volví a girar la cabeza hacia la mujer de los escritos, ella ya había abandonado la mesa y en su lugar se sentaba un señor canoso con gafas de sol algo anticuadas.
Un instante después pagábamos para reiniciar nuestra marcha hasta el Paseo San Juan. Cincuenta metros más adelante escuchamos un órgano tocando música religiosa.
-Nunca entré a esta iglesia-, dije yo
-Yo tampoco-, dijo mi amigo.
Y los dos, sin decir nada más, subimos los cuatro o cinco escalones que elevan el templo sobre la calle y nos internamos llenos de curiosidad en aquel lugar desconocido.
La mujer del café estaba allí mismo, sentada en una de las primeras filas. Tenía los libros y el cuaderno amarillo descansando a su lado, sobre el largo banco de madera lustrosa. Con los ojos cerrados y la cabeza algo echada hacia atrás, cantaba con voz clara y fuerte acompañando al organista. No puedo decir que se la viera más feliz que antes. Tampoco lloraba.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Me atrapò esta lectura , seguí letra por letra de tu relato , espero la tercera parte ...

Paz/

Unknown dijo...

Sigue...please

Esto me está recordando al misterio que provocaba Kim Novak en Vertigo.

Dante Bertini dijo...

el cuento era este, la realidad misma...ahora, si alguien quiere que lo siga, puedo empezar a inventar...a mandar!!! si el tiempo me lo permite.

Unknown dijo...

No puede ser...tines que seguir con la historia. Es mucha casualidad que os encontreis...que lleve un libro...que te magnetizara de esa forma.

Anónimo dijo...

Rigoletto por 1 euro! Y esa mujer, acabará bloggeando por aquí... No firmo por pura pereza de poner https, soy Bel, claro

Lokita dijo...

Me he quedado embelesada con éste relato...
De verdad no lo prolongas?

Dante Bertini dijo...

volveré por esa calle que nunca transito...es que soy tan adicto a los elogios...os quiero.